En este contexto tan adverso para nuestro tejido productivo, el Gobierno anunció hace unas semanas un plan de choque que había generado cierta expectación, pero cuya concreción final ha desembocado en cierta decepción. Este programa ha llegado más tarde y ha sido mucho más limitado en términos de coste presupuestario que los de otras economías de nuestro entorno. Además, a diferencia de lo que sí han hecho otros países de la Eurozona, no ha centralizado mayoritariamente los recursos en las empresas perjudicadas, lo que, en la práctica nos supone una pérdida de competitividad relativa.
Nuestro Gobierno, cuando el año pasado decidió, de forma tardía, otorgar ayudas directas a las empresas, restringió y condicionó en exceso tanto su cuantía como los requisitos de concesión. Como consecuencia, de los 7.000 millones de euros aprobados, finalmente solo llegaron a las empresas 4.000. Pero, al menos subyacía una lógica comprensible, que era intentar concentrar las ayudas en los más perjudicados. Ahora, en lugar de atender las recomendaciones del Banco de España de abordar medidas selectivas, granulares y quirúrgicas, esto es, focalizar los apoyos en las empresas y sectores que peor lo están pasando, se opta por generalizar las ayudas en el conjunto de la población, aunque sea a costa de volverlas insuficientes para los afectados más extremos.
Como consecuencia se plantean subvenciones en términos de euro litro o kilovatio hora que no discriminan entre las familias que simplemente han sufrido un encarecimiento de partidas como electricidad, la gasolina y el gasóleo que no está demás recordar que, en promedio, no alcanzan el 10 por 100 de la cesta de consumo representativa, y las empresas cuya viabilidad está en entredicho por la acumulación de estas nuevas pérdidas sobrevenidas.
No todos tienen las mismas dificultades, sino que la peor situación la experimentan los individuos que están sin empleo o que están en riesgo de perderlo por trabajar en sectores y/o empresas especialmente perjudicadas, a los que paradójicamente solo se les destina menos de un tercio de los seis mil millones de euros anunciados.
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Estas medidas no dejan de ser un tiempo muerto en el transcurso de esta coyuntura. Pero, cuando finalicen, volveremos inevitablemente al punto de partida. Por lo tanto, lo peor de este plan, no es tanto lo que se ha hecho, sino lo que se ha dejado de hacer con la excusa de que con este plan es suficiente. En momentos como estos, es cuando hay que plantear reformas estructurales que por la vía de la mejora de la flexibilidad y de la competitividad nos permiten reforzar la inversión empresarial, y como consecuencia el PIB potencial.
Nuestra gran reforma pendiente es muy probablemente la de la mejora de la eficiencia del gasto público, la cual es necesaria para reforzar de forma permanente nuestra eficiencia asignativa y generar expectativas de sostenibilidad fiscal a futuro.
De cualquier modo, una de las claves para sortear una situación de crisis como la presente es que las empresas tengan posibilidades de adaptarse a esta nueva coyuntura. Por ello, la actual perturbación negativa de oferta, derivada del encarecimiento energético y ruptura de cadenas de suministros, requeriría de medidas compensatorias en el lado de oferta, como bajadas de impuestos sobre las empresas, refuerzo de su solvencia o planes de liberalización, y no tanto de subvenciones transitorias a la demanda mediante bajadas de impuestos indirectos específicos sobre la energía.